Añoro los veranos eternos de la infancia. Horas de luz y de juego. Correr hacia el mar y entrar contra las olas del norte o recibir el abrazo del Mediterráneo. Balones rebotando contra la tabla y el aro con papá y Fernando. Noches en la terraza jugando a las cartas. Coger moras y ver las estrellas en Santovenia. Dormir en el coche con la cabeza en el regazo de mi hermano. Horas dentro del agua y mamá esperando al borde con la toalla. Chapotear en la piscina de la Brisa y escabuchar patatas con el abuelo. Fernando masticando hojas de menta. Dormir en casa de abuelita e ir corriendo a buscar a las primas. Los columpios de Quevedo junto a los patos. El barco saliendo de Denia. Los gofres en los puestos del paseo marítimo y los helados italianos. Velas de cumpleaños en una lasaña.
Y ahora toca construir nuevos veranos. Más breves. Más calurosos. Con parques y chorros y pistolas de agua y el Arbeyal y lugares comunes y el bosque de robles con su camino lleno de ranas.
Y ahora toca seguir.
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