En estos vagones, ningún asiento mira a sus ventanas. Miramos unos a otros, sentados, sin levantar la vista de nuestros pies si no es de una forma tímida y furtiva. Y echo de menos paisajes que dejar pasar, viajar porque sí, sin prisa, sin reloj, sobre todo, sin destino claro. Y los vagones, que siempre me parecieron con un halo romántico y nostálgico, con reencuentros fortuitos, huidas, vidas, en suma, son ahora cajas de zapatos rebosantes de prisas y obligaciones, de bostezos y caras largas. En los andenes en los que me subo y me bajo, no hay el brillo de una despedida con ganas de volver a verse, no hay manos ni pañuelos agitándose para decirse “hasta pronto” o “hasta nunca”, ni tan siquiera una mirada que quiere decir “hasta nunca” aunque suplique un “no te vayas”. Aquí solo hay gente de paso, gente que mira cuánto tardará en llegar el siguiente, luces fluorescentes inundando una tubería rebosante de personas anónimas luchando cada día con lo de cada día.
En estas calles, nadie pasea sólo por pasear, todos vamos vestidos formalmente, con maletines y cosas que hacer, con prisas, sin vernos más allá de los zapatos. Apenas recuerdo ya aquella sensación de perderme entre las calles sin más prisas ni objetivo que el andar y pensar en mis cosas mirando alrededor. Ya ni siquiera sé si son plátanos o castaños los árboles de la acera, o si se los han llevado todos para recordarnos que aquí la vida, esa que va despacio y creciendo poco a poco, no tiene lugar.
Y vuelvo a coger otro vagón 8 horas después, con otra para la comida que siempre acaba ocupándose y picando cualquier cosa, con el estómago medio lleno y el alma un poco medio vacía, me subo a ese vagón, que no sé si es el mismo de siempre o solo es igual a todos los demás, y cansado me apoyo en la pared y miro el trayecto que me sé de memoria.
Y subo las escaleras, porque después de todo quiero sentirme vivo, aunque solo sea porque me pesen las piernas, y llego a casa, y me siento en el sofá a esperarte en pijama, después de una ducha tibia, ojeando el viejo atlas. Y se me pasa que hoy hacía yo la cena, pasando hojas con todos los sitios a los que queríamos ir, donde queríamos vivir, donde pasaríamos temporadas, donde tú querías ir y yo no porque hacía demasiado calor, donde yo quería ir y tú no, porque hacía demasiado frío y nunca llegaba la noche. Y me doy cuenta que las fronteras han cambiado tanto, y que hace años que no te escribo una carta de amor, o una de esas notas que te dejaba en el frigo, o que no me dejas el desayuno preparado en la mesa de la cocina para cuando me levantara, antes de irte a trabajar; que hace meses que no te voy a buscar a la salida del trabajo. Y por primera vez, siento miedo de que tú tengas esta misma sensación, esa misma sensación que ahora mismo me hiela las entrañas y me pone la piel de gallina, y que, hoy, decidas no volver a casa.
2 comentarios:
Pues ve. Sacúdete la escharcha. Que no es escusa que el resto no lo haga.
Saludos.
sabes? muchos querríamos volver y no nos abren las puertas. tampoco sirven las ventanas. leerte es desear que eso lo escribiera otro alguien, pero la vida son vacíos...
un beso
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