Te miraba con curiosidad, sin estar muy seguro de si serías tú o de si mi miopía me engañaba.
Te miraba y me preguntaba si tú me mirarías a mí.
Y me preguntaba si a tí también te doblaba la espalda el cansancio de jornadas infinitas frente a una pantalla, si seguirías escribiendo a escondidas y volverías andando a casa llenando tus oídos de canciones tristes.
Y me preguntaba si tú también disfrutarías de tardes de parques y pequeños llamándote con los brazos extendidos, de noches agotados y acurrucados bajo una manta en el sofá con la tele bajita para no despertarlos; de esa felicidad tan mayúscula que la juventud nos cegaba con brillos de falsos espejos.
Y me preguntaba si, como yo, habrías aprendido ya a querer más allá de aquel abominable “hoy” que siempre me produjo terror.
Y me preguntaba si acercarme, si mirarte a los ojos y preguntarte por primera vez “¿Qué tal?”.
Y me preguntaba si tú me reconocerías.
Y me preguntaba qué se puede decir a alguien a quien ya no quieres y que no se confunda con el rencor.
Y me preguntaba qué se puede preguntar a alguien que ya no eres.
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