lunes, octubre 08, 2007

podríamos volver al piso

Quedamos frente a las ruinas de aquel cine donde había empezado todo. Había pasado un verano desde su demolición, el mismo tiempo que pasé desde nuestro adiós. Como siempre temí, al vencerse los cimientos de aquellos viejos multicines, se vencieron los nuestros.

Como siempre, te retrasabas. Pero hoy ese retraso, esa espera a la que me tuviste acostumbrado, me impacientaba más de lo que nunca lo había hecho, pues, hoy, no era un día cualquiera, como bien me hacían saber las llaves que, dentro del bolsillo, acariciaba de vez en cuando, intentando creerme lo que estaba haciendo; lo que estaba a punto de hacer.

Giraste la esquina con paso elegante, aunque algo acelerada, no tanto por tu pequeño retraso, como por los nervios de lo que iba a ocurrir. Vestías vaqueros, camiseta entallada y sonrisa nerviosa; pelo suelto rebotando en alegre armonía sobre tus hombros, tímidos pezones despiertos por la brisa de final de verano, caderas abrazadas a tu cinto ancho de cuero y todo mi deseo enmarañado a tu paso.

Nos saludamos con un abrazo, notándonos temblar por primera vez en aquella noche de septiembre. Al soltarnos, comenzamos a andar. Apenas mediamos palabra. Ni nos rozábamos si quiera, distantes, con las manos en los bolsillos; yo aún acariciando con la yema de los dedos aquellas llaves que hoy abrirían por última vez aquella puerta.

Subimos las escaleras del viejo edificio. Subimos a aquel piso; aquel en el que nos descubrimos por primera vez; aquel y no otro, porque, en el fondo, ambos somos vergonzosos, y no queríamos que otras paredes, que otros muebles, desconocidos para nosotros, ajenos, nos vieran nuestra piel, y compartieran nuestra intimidad.

El cerrar la puerta dio paso al viejo sofá; el sofá a los besos; los besos a las caricias; las caricias a desnudarnos; desnudos, nos dimos al tacto, recorrimos con yemas y labios cada centímetro de nuestros cuerpos, aplicados, en nuestro propio silencio, siguiendo el camino que el deseo nos había grabado en la piel. Buscando el placer mutuo, dejando de ser tú y yo, siendo de nuevo, y, por última vez, nosotros, enmarañándonos la piel sobre la vieja alfombra, temblando entre respiraciones entrecortadas, entre suspiros, entre gemidos callados, hasta agotarnos; hasta saciarnos.

De vuelta a casa, nos despedimos en tu portal con dos besos, la mirada clavada en el suelo y la sonrisa pícara y tímida que en su día me cautivó tanto. Los ojos brillaron cuando te deseé buen viaje y se encontraron por penúltima vez. Quedamos en escribirnos, en llamarnos, en no olvidarnos. Subiste sin mirar atrás, y sin mirar atrás emprendí el camino a casa. Nos dejamos en el aire un adiós que nadie se atrevió a pronunciar.

Hoy sé que volvimos al piso; que hicimos el amor bonito. Que, sin hablar, nos dijimos adiós; que nunca seremos amigos.

(inspirado en “podríamos volver al piso”, de deneuve)

3 comentarios:

Edel dijo...

Decir adiós no es fácil...
Un texto precioso :)

Saludos desde una solitaria Atalaya.

Elendaewen dijo...

Mejor amantes casuales que amigos sin interacción.
Saludos

Anónimo dijo...

para que decir adios? nunca son bonitos

;) hasta luego mejor

(K)