Como cada vez que abro el buzón, siento ese extraño calor dentro de mí. Una desazón que juega a hacerme pensar que puede haber una carta tuya, y no las facturas del teléfono y el gas, toda esa propaganda o los extractos del banco. Y mi sonrisa, esa que se refleja en el buzón nerviosa antes de abrirlo, se desdibuja entre las preocupaciones y un “tonto” por esperar algo que nadie me prometió, que no llegará.
Como cada vez que descuelgo el auricular y pregunto “¿sí?” con la sensación de que tu voz se colará acariciante por mi oído pronunciando mi nombre, y me sentiré tan tonto como la primera vez que hablé con una chica que me gustaba, y pasearé el trocito de pasillo que el cable del teléfono me permite mientras pienso “¡sí, sí, sí!”, y me veo reflejado en el espejo en una situación típica de esas películas que tanto odio. Pero todo eso que, en el fondo y no tan en el fondo me ilusiona, se rompe cuando la voz que me llega no es la tuya, cuando es solo una voz y no una caricia desde un lugar remoto. Y me siento tonto, pues nadie me dijo “te llamaré”.
Como cada vez que paso por delante de esa tienda y entro, inconsciente, y ojeo ropa que no me gusta, sólo por llevar algo a la caja, y verte sonriente, y ver como me saludas con fingida sorpresa con un “no te había visto” cuando los dos nos hemos pillado mirándonos más de una vez en ese cuarto de hora que he deambulado por la tienda, porque nos pueden las ganas y el local es demasiado pequeño como para no cruzarte la mirada con todos los que están allí en ese tiempo al menos una vez. Y entonces me doy cuenta de que tú no estás, y yo estoy pagando, tonto de mí, una camiseta o un pantalón o una de esas camisas de cuadros pequeños o cualquier otra cosa que ni necesito ni me gusta.
Como entrar cada jueves en ese bar, y buscarte en las mesas de cerca de la ventana, mirando atenta la gente pasar y la lluvia que me ha calado hasta los huesos mientras escuchas a Elena o a Patri o a María o a cualquier otra de tus amigas, y, sonriente, acercarme a tu mesa mientras saludo de lejos a los chicos, acodados en la barra y mirándoos, esperándome llegar para repetirme, “dile que podría presentarnos a sus amigas” mientras me piden una cerveza y nos reímos entre palmadas en el hombro. Pero al entrar, no hay nadie en tu mesa, o sólo alguien que no eres tú, que es sólo alguien, y mis amigos me esperan con la cerveza pedida y su palmada es más de ánimo que de sonrisa cómplice, y, sí, me siento tonto una vez más, por esperar encontrarme a alguien con quien no había quedado.
Como cada vez que te recuerdo, cuando, al despertar o al acostarme o al quedarme ensimismado en el trabajo, el bus o cualquier otro lugar, me abordan todos nuestros recuerdos de golpe; las noches sin dormir, los días perdidos entre parques y paseos, los cines, la playa, las pensiones, tu cuarto, el tren o simplemente nuestros gestos. Y me siento tonto al volver a la realidad y darme cuenta de que te echo de menos…
7 comentarios:
es mejor eso que no haber llegado a tener nunca los huesos.........que no tener huesos para temblar
sentimientos
Como siempre, sigues haciendome plantearme tantas cosas,que en realidad nos pasan a todos, pero ninguno nos atrevemos a contar de esa forma...
besos besos mil besos
el tonto y el sabio comparten muchas cosas...
abrazos
Yo lo definiría mejor como "nostálgico".
Saludos.
que lindo Pablo, me encantó.. de veras
en fin, lo de echar de menos lo tenemos todos un poco por mano verdad?
un beso :*
maria
Echas de menos y te preguntas cuando dejaste de sumar para pasarte a una resta continua de minutos en los que no está. Y duele, claro.
Pero también pasa.
Crees que es mejor tomar el destino en nuestras manos...? es mejor no esperar?
Ya somos dos con planes truncados. Es bueno encontrarte por eso. Es bueno que me encuentres por eso.
Un beso, gracias!
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