Recuerdo que te esperaba en el banco de la plaza de detrás de tu casa. Recuerdo que era diciembre, y hacía frío, y que había niebla, una niebla que envolvía todo de un color violáceo que se anaranjaba en los halos de luz de las farolas. Y yo te esperaba, vestido con mis vaqueros desgastados, mis viejas zapatillas, la cazadora de cuero de mi abuelo que tanto me gustaba, aunque pasara algo de frío, ojeando un libro de relatos de Camus y escuchando la cinta que Luismi me grabó de los Automatics en el walkman.
Recuerdo que yo siempre llegaba pronto para sentarme a leer un rato mientras escuchaba algo de música, con la vieja bandolera de pana de mi padre sobre las rodillas, perdiendo de vez en cuando la vista, antes de hacer una anotación al margen con aquel lápiz diminuto que aún guardo en mi viejo estuche del colegio.
Recuerdo que teníamos 16 años, que tú querías perderte por las noches entre bares de moda y discotecas, y que a mí solo me atraía ir a algún concierto que otro, aquellos a los que iba con mi hermano. También recuerdo que no te gustaba leer y que los Automatics te levantaban dolor de cabeza. Y también, que me aburrían las historias de tus amigas y sus novios, y que odiaba todas esas canciones de los 40 que tanto tarareabas.
Y, aún así, estábamos juntos. Porque tú pensabas que yo era una especie de rebelde sin causa, con cazadora de cuero y vaqueros desgastados, una suerte de James Dean de 16 años y clase media, aunque tú apenas sabías quien era James Dean, y siempre me decías que te recordaba a Leo DiCaprio en “Diario de un rebelde”, y eso no me gustaba, o que me decías que con el pelo así me parecía a Mark Owen, y eso sí que me disgustaba. Y yo estaba contigo porque tu prima me había dicho que contigo lo tendría fácil, el mismo día que me rechazó; y porque me cansé de esperar a que Vero se decidiera si quería o no algo conmigo; y porque tenías unas tetas increíbles para tener solo 16, y porque sonreías mucho y me escuchabas como si todo lo que dijera fue importante.
Y, ahora, me doy cuenta de que fuimos espejismos el uno para el otro, que aún así, reímos mucho juntos, y perdimos miedos y vergüenzas, y quizá algún que otro complejo. Y que ya no tengo tiempo como entonces, para escribir cartas de amor o para sentarme a esperar ojeando un libro en un banco, aunque solo fuera por hacerme el interesante para ti.
3 comentarios:
Lo peor es que, a medida que crecemos, acabamos convirtiéndonos en espejismos de nosotros mismos, tratando de parecerle interesante al tipo que nos mira desde el otro lado del espejo.
Abrazos desde un norte más al sur.
yo quería ser la única :D por eso le regalé un pez, para ser el más bonito de los peces que hay en el mar. y ahora me ahogo en la lluvia compostelana, y no hay peces, y ya no soy pez... pero te sigo [nuncaenhora.blogspot.com]
Y cuando dejaste de ser un espejismo te encontraste, te viste como si nunca te hubieras mirado, y supiste que esas versiones de ti, no eran falsas, sino erróneas, hechas para ser vistas por otros, pero no por ti mismo...
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