jueves, noviembre 25, 2010

romance morloc

Cada día la ve bajar a su mundo. Baja por las escaleras de granito, con paso ligero sobre zapatos caros, y con cara de no haber acabado aún de despertar, mientras él ya lleva unas horas en su pequeño reino, vestido de azul y reflectante, vaciando el cubo de fregar.

Cada día la ve esperar entre 1 y 3 minutos, colocándose siempre al fondo del andén, justo en la otra punta de donde él suele estar, con un ojo en el suelo, por si alguien decidiera que es más cómodo dejar caer algo que usar una papelera, y el otro en los tornos, por si a alguien le apeteciera hacer ejercicio de salto de barra.

Y cada día la ve irse, sentada o de pie, en ese gusano de acero y plástico que se la lleva a buscar la salida de su reino. Y él se queda allí, viendo como se va, como se aleja, y como, antes o después, saldrá a la superficie, y nunca se quedará allí, con él, con la oscuridad.

Y, cada día, a la hora de salir se pregunta, como será su mirada cuando la ilumina el sol, o su pelo cuando lo acaricia y agita el viento. Y, sobre todo, se pregunta si algún día le verá, o si ya le habrá absorbido la oscuridad.

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