lunes, octubre 31, 2011

20 años

Retocaba con mimo la suave máscara de maquillaje que se había puesto, buscando
ser “natural”, pero, naturalmente, tapando esas pequeñas manchitas y aquellas dichosas pecas
que hace 30 años tenían gracia, pero que ya hacía tiempo que ella no se la veía.

Se colocaba con cierta dificultad, aguantando la respiración y pensando en el incómodo roce
de sus muslos, aquel vestido capaz de disimular los efectos de las horas atornillada a la silla de
la oficina y de la gravedad.

Ensayaba su sonrisa ante el espejo, deseando que recuperase la luz que tenía a los 25. Por
un momento creyó ver de nuevo ese brillo, y estuvo a punto de asegurar que, como decía el
tango, 20 años no son nada. 20 años. Exactamente la diferencia de edad que había entre ellos.
20 años, no son (casi) nada.

“Podría ser su madre”, se dijo alejando la mirada del espejo. Pero no lo era. Era madre de una
niña de 12 años que estaba en un campamento de verano desde hacía una semana. Pero no
era la madre de él. Aunque pudiera serlo. Aunque, como él le dijo en aquella terraza ante un
par de cañas, “Lo importante es lo que somos, más que lo que podríamos ser. Y, por suerte
para ambos, no eres mi madre”.

Se sentía ilusionada y un poco culpable. Una culpabilidad sin sentido. “Somos dos adultos
saliendo un sábado a cenar, ¿dónde está el fallo?”. Ella estaba divorciada desde hacía años y
el soltero y sin pareja. Sólo la incomodaban las miradas de los demás. Quizá por eso habría
preferido una cena en casa, algo íntimo. “Total, acabaremos aquí de todos modos”. Y dentro
de ella oía que su deseo ponía un emocionante y excitado “Al fin” donde sus labios decían un
desganado “Total”.

Dio un respingo al oír el portero automático, y casi estuvo a punto de dar otro al oír su voz
pronunciando su nombre. “Ya bajo”.

En el portal los ojos de él se abrieron con ese brillo de 25 años mientras decía con la sonrisa
ancha y sincera “estás espectacular”. Sólo por esa frase, y porque quería vencer la vergüenza,
se permitió besarle en los labios, allí mismo, delante de la puerta de su casa.

La cena transcurrió agradable, incluso, por momentos, conseguía olvidarse de los demás; sólo
estaban ellos y, esa noche, sólo importaban ellos.

Después de una copa, con más aire de trámite que de ganas de tomar algo en aquel pub a
medio llenar, se dirigieron a su casa. “Al fin”.

Se vio tentada, tras la ola de besos y caricias que fueron regalándose desde el ascensor
hasta el dormitorio, de pedirle que apagase la luz. Pero era su noche. Pero sentía vergüenza.
Y miedo. Miedo de que la viera tal y como era, sin ese vestido que disimulaba los pechos
empezando a caer, las caderas abiertas por dos embarazos y un parto; sin sus artimañas para
esconder las estrías y los lunares grandes y oscuros que le recordaban que debería ir a que el
dermatólogo les echase un vistazo.

Pero el deseo la nubló y se dejó nublar. Decidió no pensar, o simplemente, prefirió dejar de
decidir y también de pensar, y se dejó llevar por sus caricias y sus besos y sus labios y su lengua

y su sexo. Y se olvidó de la gravedad, de las estrías y de todo lo demás.

Despertó al día siguiente con la cabeza sobre su hombro, con piel desnuda pegada a la de él,
con una sonrisa que brillaba como la de una muchacha enamorada de 25 años.

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